dimecres, 29 d’agost del 2012

El Aleph

El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi un dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la delícia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

J.L. Borges,  El Aleph (1949)




Variacions sobre el Watusi, ara que agost s'agosta. O s'agosteja.

dimecres, 15 d’agost del 2012

El día del Watusi

"Es doloroso enumerar mis padecimientos uno a uno", hubiera tenido que decir, pero le expliqué todo. Era la primera vez que lo hacía. Todo. Cada instante. Desde que Pepito el Yeyé, y el ahora follador arrogante estaban pescando aquella mañana del quince de agosto, hasta la madrugada siguiente en que volvimos a pescar al mismo sitio y allí abajo se mecía el cuerpo de todo lo que yo no quería ser, de todo lo que podía ser, de lo que era y de lo que no era. Entre las sábanas, hice de hierro las aventuras que marcaron el fin de mi infancia. Sucesos que abundaban en el ridículo se volvieron lo que también debían ser: una chica violada y asesinada y un mercenario bailarín ejecutado un día de lluvia y sofoco en la montaña. El oprobio, el adiós a la miseria evidente y el hola de nuevo a la miseria moral. Un cambio de vida por lo que pudo ser tragedia, el silencio que como una gran sábana blanca se tendió a partir de ese día sobre ese día entre mi madre y yo. Momentos de hierro de los que siempre había huido y, pugnando por repetirse, siempre volvían como si los requiriese. Lo intangible y lo chocante, las señales en el cielo, las W en las paredes, un gitano intentando salvar a una especie de madre, fingiendo sin cesar y sin remedio, inventando, inventándose, o enunciando verdades que estaban más allá de mi comprensión. Un gitano cojo bailando. Suecas en el agua, mientras un chulo me habla de asesinatos en la selva. Una puta quinceañera chupándomela por un colgante de jefe indio. Todos con una historia que contar (por lo menos) sobre la gran incógnita, sobre el que acabó flotando, sobre al que atribuyeron, o tomó el nombre de una canción que yo no sabía que era mi canción, hasta que Guillermo Ballesta, en su locura, me había dicho que todo el mundo tenía su canción.

 El día del Watusi, Francisco Casavella. Ed. Destino (pag. 542).
Llegir una novel·la i trobar-hi tantes respostes. Llegir-la i gaudir-ne, i tenir el convenciment que aquell qui la va escriure també hi trobava un cert gaudi, en escriure-la, en repassar tantes possibles respostes a les preguntes de sempre.